Melissa Sauma – Fotos y relatos

Esa gran mole con nieve encima

Esa gran mole con nieve encima

* Texto de Roberto Valcárcel escrito para el prólogo del libro Illimani Santo que reúne fotografías de Antonio Suarez y poemas de Juan Carlos Orihuela.

Tengo catorce años y son las seis de la madrugada. Seis en punto. Como cada mañana, a esa hora suena el despertador, ese pesado aparato heredado de mi bisabuela que suena como alarma de prisión (el aparato, no la bisabuela). Como siempre, y mientras el resto de la casa duerme, yo despierto, me levanto, doy cinco pasos y, para llegar al baño, tengo que atravesar una pequeña terraza y bajar las gradas. Al salir de mi dormitorio, lo primero que veo, siempre, cada mañana, todas las mañanas, es esa masa, esa silueta en la precaria luminosidad del amanecer, ese bicho enorme, esa forma extraña, esa cosa. Es parte de mi vida. Cada noche duermo, cada mañana despierto, salgo a la terraza y veo, compruebo el Illimani, lo miro en silencio. Luego voy al baño, me aseo, desayuno y voy a al colegio. Cada mañana. Esa gran mole se me impregna en la mente y en el corazón.

Tengo ocho años de edad. Vamos a Copacabana con mis papás y mi abuelita. Salimos de La Paz y después del para mí largo viaje por la entonces muy polvorienta carretera, llegamos a Tiquina. Mi madre susurra con veneración las palabras “El lago sagrado…”. Siento una brisa fría, veo un cielo sin nubes. Transbordo a una barcaza para pasar el estrecho. Mi abuela me anuncia un rico desayuno al llegar a la otra orilla. Curiosidad por ver las plantitas debajo del agua. Y, a la mitad del cruce, en medio del estrecho, en medio de la nada, mi padre dice: “Mira, el Illimani”. No lo puedo creer. Me maravillo. Hemos viajado (en mi infantil percepción) varias horas, hemos tragado toneladas de polvo y me he mareado dos veces en las curvas y contracurvas de trecho entre Jancoamaya y Tiquina y de pronto, en medio de ese vació lacustre, veo esa cosa tan cercana, tan familiar, tan mía…

Tengo 22 años de edad. Después de una ausencia de varios años en un país lejano, regreso de vacaciones a, mi ciudad. Neurótico, depresivo, conflictuado, desubicado. El vuelo interminable, sacudido, cansador, angustiante. Cuando aterrizamos en El Alto, logro atisbar por la ventanilla y lo primero que veo es esa mole, esa cosa, ese bicho esperándome ahí, como si nada. Es el primero en darme la bienvenida. Respiro aliviado y sé que, al menos por ahora, mi ausencia (física y psíquica) ha terminado. Estoy en casa.

Tengo varios (muchos) años de edad. Cada vez que vuelo de Santa Cruz a La Paz me preparo y me entusiasmo, me alegro de ese momento en que la nave pasa cerca de la cima del bicho este. Espero ansioso el momento. Y cuando llega el momento, veo formas, masas blancas cuyo tamaño no puedo ni siquiera imaginar, un gigantesco helado de chirimoya, y siento cariño, me siento pequeño, siento vértigo, siento miedo, siento cosas…

Él me hace quien soy. Aporta a mi ser. Él me construye. O, al revés: Hago de ese monstruo lejano y persistentemente presente algo mío. Me apropio de él para definir, o al menos reafirmar, quién soy. Construyo mi ser a partir de mi relación con ese objeto.

El término “majestuoso” proviene de la palabra majestad. ¿Por qué se usa constantemente la palabra “majestuoso” en relación con el Illimani? ¿Es porque es grande? ¿Es porque está tan quieto? ¿Es porque es eterno? ¿Es porque me da miedo o al menos infunde respeto? ¿Porque es superior a mí, a nosotros?

¿Será ese un fenómeno cultural, en el sentido de que heredamos el significado de esa cosa, recibimos de nuestros padres y de nuestro entorno humano el amor, la veneración, la obsesión que sentimos por él? O tal vez sea un fenómeno más amplio y más profundo, algo antropológico: Todo humano se maravilla ante la luna, ante el mar, ante la montaña…

A pesar de nuestra supuesta comprensión de las cosas, de nuestro supuesto dominio sobre la naturaleza, tenemos esa sensación de humildad frente a cosas que no controlamos, no dominamos, no acabamos de entender.

El hecho es que esa mole nos fascina. Es simplemente un montón de tierra y rocas con otro montón de nieve encima. Sin embargo, hace que la miremos, lo sigamos mirando, lo queramos, lo recordemos, le cantemos, lo pintemos al óleo o en acuarela, le escribamos textos, le saquemos fotografías.

La exquisita serie de fotografías que nos ofrece Antonio Suarez en este magnífico libro me hace ver (entre varias otras cosas) otras facetas del majestuoso bicho: Este excepcional fotógrafo ha logrado, mediante la notable diversidad de aproximaciones o lecturas del sujeto, hacerme caer en cuenta que este bicho cubierto de blanco tiene estados de ánimo, tiene sus momentos de sosiego, otros de notable agresividad, algunos dulcetes y romanticones, otros misteriosos, lúgubres, tétricos…Comienzo a comprender al Illimani de otro modo. Veo una sinfonía de colores, de matices, de tonalidades, de intensidades que van desde delicados pianissimos hasta gloriosos fortissimos en tiempo de allegro agitato molto tempestuoso.  No tenía idea de que el Illimani podía ser tan musical. Ni tan temperamental. Ni tan hermoso: pareciera que gracias a las imágenes logradas por Toni percibo ese bicho como algo puramente bello. No es solamente una misteriosa mole insistentemente presente. Es algo más. Se me abren los ojos. Veo la cosa de otros modos. ¿No es acaso la principal función del arte contemporáneo el hacerme percibir la realidad de una nueva manera?

Gracias Antonio, por este invaluable obsequio, gracias.

Roberto Valcárcel

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